Hace poco tuve la feliz ocurrencia de pedirme la mañana libre en el trabajo para eso que llaman “asuntos propios”. Necesitaba realizar unas gestiones y no había forma humana de sacar tiempo libre para ello. Harto de hacerme mala sangre por mi dejadez, decidí renunciar a un fragmento de mis futuras vacaciones y dedicarlo a bancos, médicos y otros menesteres administrativos.
Contento por este inusitado ataque de responsabilidad, salí muy ufano esa mañana de casa y me dirigí con paso alegre hacia autobús. Qué poco sabía aún, infeliz de mí, de la jungla en la que estaba a punto de adentrarme: la de la vida civil. Una jungla, ahora lo sé, plagada de peligros, el principal de los cuales habita en forma de fieras de rostro arrugado, andares trabajosos y una habilidad especial para oler la sangre de sus víctimas, o sea, la de los pardillos en jornada de “asuntos propios”. Me estoy refiriendo, claro está, a los reyes de la selva urbana: los jubilados.
La emboscada me la tendieron en la sucursal de mi banco. Todo un clásico: el del abuelo que intenta colarse. Armado con mi mejor sonrisa, llego, miro al personal, doy los buenos días y, como si me encontrara en la pescadería a punto de hacerme con un buen besugo para hornear, pido la vez. Me la da un chaval de unos veinte años que va justo después de una anciana, primera en la parrilla de salida hacia la única mesa en la que despachan, todavía ocupada por otro cliente. Se va el cliente y la anciana se levanta lentamente de la zona con sillas en la que aguardaba su turno para ir a ocupar su lugar. Mientras esto sucede, yo (craso error), voy a sentarme en esa misma zona de espera que acaba dejar vacante la anciana. En esto que, de la nada, surge ante mí un espléndido ejemplar de jubilado jeta. Grueso, trajeado, unos 65 años y cara de malas pulgas. Lo de la cara sólo acierto a suponerlo entonces, ya que el hombre no se toma la molestia de reconocer el terreno y comprobar si hay o no hay más gente esperando turno. Se limita a colocarse estratégicamente entre el chaval y yo. Viéndome venir el percal, me levanto como un resorte de mi asiento y me arrimo a la Zona Zero, en busca, sin duda, de problemas. Es la primera vez que el jubilado se digna a mirarme, con ojos inyectados de recelo.
Y se desencadena la trifulca. Terminada su gestión, se levanta el chaval y, durante unos instantes eternos, queda la mesa de despachar viuda, a la espera de un cliente audaz que la tome y la haga suya. La tensión se puede cortar. Semáforo en verde. Mi salida es mejor. Soy más joven y no me pierdo ni una carrera de Fernando Alonso, así que sé cómo actuar. El abuelo me lo recrimina con acritud: “Oiga, oiga, que estoy yo”, me espeta con todo su cuajo. Yo, que espero el golpe, contraataco. Me encaro con él. Le digo que el que se cuela es él y que si se hubiese tomado la molestia de preguntar y mirar, como había hecho yo, se habría dado cuenta. Se monta la de San Quintín. Ninguno de los dos nos apeamos del burro. Hasta que el chaval, todavía en fase de retirada hacia la salida, acude a mi rescate y confirma mi versión: “Me ha pedido la vez”, zanja.
Victoria, sí, pero a qué precio, el de un soponcio de lo más tonto. No estoy preparado para estas guerras. No a mi edad. No con mi presión arterial. Una cosa es segura: no vuelvo a pedirme un día de vacaciones para asuntos propios, así me vaya la vida en ello. No hasta que cumpla, por lo menos, los 65. No hasta que pertenezca por derecho propio a la especie dominante, cuando, convertido ya en una fiera corrupia de colmillo afilado y cara de mármol de Carrara, pedir una nueva tarjeta de crédito o un volante para una radiografía de tórax sea coser y cantar.