viernes, 16 de diciembre de 2011

Responda... o no respondo



Mis amigos dicen que si de algo suelo pecar es de ser demasiado transigente. No importa la impertinencia, el desplante, la tropelía o la afrenta de la que sea víctima, yo siempre encuentro una manera de justificarla. Y así, invariablemente, ya sea que mi jefe me promete un aumento del que luego nunca más se supo, que los vecinos de arriba invariablemente pongan marchas militares a tope todos los domingos a las ocho de la mañana o que mi banco me cobre comisiones por sacar dinero con sus tarjetas y en sus cajeros, yo siempre pienso que se trata de un mal entendido, de un error puntual o de un despiste sin mala intención, y que quien quiera que sea el que me acaba de practicar la tres-catorce en el fondo no tenía la intención de ofenderme.    

Así es, soy un perdonalotodo, y esas inmensas tragaderas mías para las ofensas de los demás han  hecho que mis allegados me llamen de todo cada vez que ven como soy atropellado y en lugar de saltar a la yugular del agresor le ofrezco la otra mejilla. La lista de cosas que me llaman comienza en “buenazo”, pasa por toda la escala de epítetos que sirven para designar el candor y la ingenuidad, hasta llegar al terreno de la pura descalificación (“idiota”, “cretino”…, por nombrar dos de las más suaves) por mi estupidez sin límites. Pero, ¿cómo culparles, si en el fondo si me llaman esas cosas es porque se preocupan por mi? Estos amigos míos son estupendos.

El caso es que andaba yo ya preocupado y tentado de creer a mis amigos cuando me llamaban todas esas cosas, pensando si no sería verdad que soy un memo desprovisto de carácter, hasta que recientemente encontré motivos para convencerme de que no hay fundamento para sostener tal afirmación. 

En efecto, de un tiempo a esta parte he descubierto que sí existe una cosa capaz de ofenderme sobremanera, una afrenta que, si la sufro, despierta en mi unas iras y un deseo de venganza que ignoraba poseer.  Estoy hablando del innombrable pecado de no responder a los e-mails.

Así es, odio que no me contesten a los e-mails. No soporto esa absoluta falta de  consideración hacia los demás que consiste en ignorar a quien se ha tomado la molestia y el interés de dirigirse a ti. A mi modo de ver, no existe mayor desprecio hacia el prójimo (prójimo digital, es verdad, pero prójimo a fin de cuentas) ni comportamiento más revelador e indicativo de mezquindad de espíritu.

Quien más y quien menos, todos los que andamos trasteando con ordenadores en nuestro trabajo y vida cotidiana, recibimos diario montones de e-mails. Algunos son e-mails importantes, otros no tanto. Y siempre hay alguno de un pelmazo que sólo con ver el remitente ya nos entran ganas de enviarlo a papelera de reciclaje. Pues no. Porque hasta los super pelmazos tienen derecho a sentir que existen.

No importa para que te hayan escrito: para saludarte, para preguntarte si tienes  una receta de cocina, para ofrecerte un negocio, para invitarte al musical de Sabina (buf, si incluso si te han escrito para eso). ¡Como si es para pedirte dinero! Hay que contestar, que no cuesta nada.

Y no hablo de soltar un discurso, que no hace falta. Basta con un “no, gracias” o “en este momento no estoy interesado”. Una fórmula correcta y educada, ni siquiera hace falta que sea cálida o amable, pero que al menos denote que no pensamos que la persona al otro lado de la Red nos importa tan poco que no la consideramos merecedora de no de una respuesta negativa.

La verdad es que este tipo de actuaciones siempre me habían molestado, eso no es nuevo. La novedad estriba en que lo que antes me provocaba a lo sumo una mueca de desagrado, ahora es que directamente me saca de mis casillas. Y si antes a una persona que no respondía a uno de mis e-mails la tachaba con una cruz, ahora de lo que me entran ganas es de crucificarla… de forma literal. 

Así que cuidadito conmigo, que el Mahatma Gandhi de las colas de supermercado, la Madre Teresa de los atascos de tráfico, el Dalai Lama de los que no se leyeron la letra pequeña al firmar el contrato, también tiene sus límites.

Y si tenías pensado aprovéchate de mi, engáñame o insúltame, te digo que adelante; hazlo sin vacilación y en la completa seguridad de que habrá represalias.

Pero ay de ti como un día recibas un correo electrónico mío y no me contestes.

Ese día, que Dios te pille confesado. 

martes, 15 de noviembre de 2011

No autorizado a menores de 65



Hace poco tuve la feliz ocurrencia de pedirme la mañana  libre en el trabajo para eso que llaman “asuntos propios”. Necesitaba realizar unas gestiones y no había forma humana de sacar tiempo libre para ello. Harto de hacerme mala sangre por mi dejadez, decidí renunciar a un fragmento de mis futuras vacaciones y dedicarlo a bancos, médicos y otros menesteres administrativos.
Contento por este inusitado ataque de responsabilidad, salí muy ufano esa mañana de casa y me dirigí con paso alegre hacia autobús. Qué poco sabía aún, infeliz de mí, de la jungla en la que estaba a punto de adentrarme: la de la vida civil. Una jungla, ahora lo sé, plagada de peligros, el principal de los cuales habita  en forma de fieras de rostro arrugado, andares trabajosos y una habilidad especial para oler la sangre de sus víctimas, o sea, la de los pardillos en jornada de “asuntos propios”. Me estoy refiriendo, claro está, a los reyes de la selva urbana: los jubilados.
La emboscada me la tendieron en la sucursal de mi banco. Todo un clásico: el del abuelo que intenta colarse. Armado con mi mejor sonrisa, llego, miro al personal, doy los buenos días y, como si me encontrara en la pescadería a punto de hacerme con un buen besugo para hornear, pido la vez. Me la da un chaval de unos veinte años que va justo después de una anciana, primera en la parrilla de salida hacia la única mesa en la que despachan, todavía ocupada por otro cliente. Se va el cliente y la anciana se levanta lentamente de la zona con sillas en la que aguardaba su turno para ir a ocupar su lugar. Mientras esto sucede, yo (craso error), voy a sentarme en esa misma zona de espera que acaba dejar vacante la anciana.  En esto que, de la nada,  surge ante mí  un espléndido ejemplar de jubilado jeta. Grueso, trajeado, unos 65 años y cara de malas pulgas. Lo de la cara sólo acierto a suponerlo entonces, ya que el hombre no se toma la molestia de reconocer el terreno y comprobar si hay o no hay más gente esperando turno. Se limita a colocarse estratégicamente entre el chaval  y  yo. Viéndome venir el percal, me levanto como un resorte de mi asiento y me arrimo a la Zona Zero, en busca, sin duda, de problemas. Es la primera vez que el jubilado se digna a mirarme, con ojos inyectados de recelo.
Y  se desencadena la trifulca. Terminada su gestión, se levanta el chaval y, durante unos instantes eternos, queda la mesa de despachar viuda, a la espera de un cliente audaz que la tome y la haga suya. La tensión se puede cortar. Semáforo en verde. Mi salida es mejor. Soy más joven y no me pierdo ni una carrera de Fernando Alonso, así que sé cómo actuar. El abuelo me lo recrimina con acritud: “Oiga, oiga, que estoy yo”, me espeta con todo su cuajo. Yo, que espero el golpe, contraataco.  Me encaro con él. Le digo que el que se cuela es él y que si se hubiese tomado la molestia de preguntar y mirar, como había hecho yo, se habría dado cuenta. Se monta la de San Quintín. Ninguno de los dos nos apeamos del burro. Hasta que el chaval, todavía en fase de retirada hacia la salida, acude a mi rescate y confirma mi versión: “Me ha pedido la vez”, zanja.
Victoria, sí, pero a qué precio, el de un soponcio de lo más tonto. No estoy preparado para estas guerras. No a mi edad. No con mi presión arterial. Una cosa es segura: no vuelvo a pedirme un día de vacaciones para asuntos propios, así me vaya la vida en ello.  No hasta que cumpla, por lo menos, los 65. No hasta que pertenezca por derecho propio a la especie dominante, cuando, convertido ya en una fiera corrupia de colmillo afilado y cara de mármol de Carrara, pedir una nueva tarjeta de crédito o un volante para una radiografía de tórax sea coser y cantar.

sábado, 29 de octubre de 2011

El discreto encanto de la comida preparada

El otro día mi mujer me hizo una observación que me dejó perplejo. Estábamos comiendo lasaña en casa, cuando me miró muy seria y me dijo; “¿notas como las especias impregnan el sabor? El orégano, la albahaca…”, y poniendo los ojos en blanco y expresión de absoluto deleite se dejó llevar hasta quién sabe si las ondulantes colinas napolitanas que le evocaban estos deliciosos sabores. Y se preguntarán, ¿y a qué viene tanta perplejidad? ¿Qué hay de extraño en que tu mujer sea una gourmet a quien le gusta disfrutar de los placeres de la buena mesa? Bueno, nada en realidad. Si no fuera porque la lasaña que nos estábamos comiendo era un plato preparado que habíamos comprado de la marca blanca del supermercado DIA por 2,5€ esa misma mañana.



Hace tiempo que la costumbre de cocinar dejó de imperar en los hogares. Aquellos platos tradicionales, cuyos aromas embriagadores dificultaban el caminar a través del pasillo cuando uno llegaba hambriento a casa a la hora de comer y se los encontraba de bruces no bien flanqueaba la puerta,  han dejado de cocinarse, al menos del modo en que los preparaba nuestra madre. Nuestra madre, que los aprendió de nuestra abuela  y ésta, a su vez, de nuestra bisabuela, que así es como estos reductos gastronómicos de la cultura española  iban abriéndose paso entre generaciones.
Hasta que llegamos a la nuestra,  la generación de las prisas, de la falta de tiempo y del boom de las comidas preparadas. La industria alimenticia se ha esforzado por suplir al arte de nuestros mayores, proporcionándonos sucedáneos más o menos conseguidos de aquellos clásicos: Que si fabada, que si tortilla de patatas, que si (no es broma) arroz a banda… Todo ello perfectamente enlatado, encapsulado y envasado al vacío si se tercia.
Cuando esta moda comenzó, nadie osaba ni tan siquiera comparar estos toscos remedos con sus originales. Con todos mis respetos hacia la marca El Litoral, nada que ver sus lentejas con las de mi santa madre. No les llegan ni a la suela de los zapatos. Faltaría más. Eran simples apaños que solucionaban la papeleta en un momento dado. Pero a medida que la tecnología utilizada por estos esforzados fabricantes avanzaba, y crecía la distancia entre nuestros tiempos y aquellos añorados años de comidas caseras, las diferencias se iban acortando del mismo modo vertiginoso en que el  baloncesto FIBA le gana terreno a la NBA.

Mal que me pese, algunos sucedáneos están ricos, qué narices, reconozcámoslo. El gazpacho está buenísimo (ojo, sólo atreverse con marca El Valle), las pizzas se dejan comer y la fabada de El Litoral (para que no se enfaden conmigo por lo de las lentejas), no está del todo mal. Tanto es así, que uno ya empieza a discriminar entre comida preparada de calidad y comida preparada de segunda fila. Y hace preguntas del tipo: “¿has probado ya el calzone de la marca blanca de Mercadona? Ab-so-lu-ta-men-te fabuloso”.

Pues no he probado todavía el famoso calzone de Mercadona.

Pero sí he viajado, a lomos de orégano y albahaca, a través de las suaves colinas de Nápoles.