El otro día mi mujer me hizo una observación que me dejó perplejo. Estábamos comiendo lasaña en casa, cuando me miró muy seria y me dijo; “¿notas como las especias impregnan el sabor? El orégano, la albahaca…”, y poniendo los ojos en blanco y expresión de absoluto deleite se dejó llevar hasta quién sabe si las ondulantes colinas napolitanas que le evocaban estos deliciosos sabores. Y se preguntarán, ¿y a qué viene tanta perplejidad? ¿Qué hay de extraño en que tu mujer sea una gourmet a quien le gusta disfrutar de los placeres de la buena mesa? Bueno, nada en realidad. Si no fuera porque la lasaña que nos estábamos comiendo era un plato preparado que habíamos comprado de la marca blanca del supermercado DIA por 2,5€ esa misma mañana.
Hace tiempo que la costumbre de cocinar dejó de imperar en los hogares. Aquellos platos tradicionales, cuyos aromas embriagadores dificultaban el caminar a través del pasillo cuando uno llegaba hambriento a casa a la hora de comer y se los encontraba de bruces no bien flanqueaba la puerta, han dejado de cocinarse, al menos del modo en que los preparaba nuestra madre. Nuestra madre, que los aprendió de nuestra abuela y ésta, a su vez, de nuestra bisabuela, que así es como estos reductos gastronómicos de la cultura española iban abriéndose paso entre generaciones.
Hasta que llegamos a la nuestra, la generación de las prisas, de la falta de tiempo y del boom de las comidas preparadas. La industria alimenticia se ha esforzado por suplir al arte de nuestros mayores, proporcionándonos sucedáneos más o menos conseguidos de aquellos clásicos: Que si fabada, que si tortilla de patatas, que si (no es broma) arroz a banda… Todo ello perfectamente enlatado, encapsulado y envasado al vacío si se tercia.
Cuando esta moda comenzó, nadie osaba ni tan siquiera comparar estos toscos remedos con sus originales. Con todos mis respetos hacia la marca El Litoral, nada que ver sus lentejas con las de mi santa madre. No les llegan ni a la suela de los zapatos. Faltaría más. Eran simples apaños que solucionaban la papeleta en un momento dado. Pero a medida que la tecnología utilizada por estos esforzados fabricantes avanzaba, y crecía la distancia entre nuestros tiempos y aquellos añorados años de comidas caseras, las diferencias se iban acortando del mismo modo vertiginoso en que el baloncesto FIBA le gana terreno a la NBA.
Mal que me pese, algunos sucedáneos están ricos, qué narices, reconozcámoslo. El gazpacho está buenísimo (ojo, sólo atreverse con marca El Valle), las pizzas se dejan comer y la fabada de El Litoral (para que no se enfaden conmigo por lo de las lentejas), no está del todo mal. Tanto es así, que uno ya empieza a discriminar entre comida preparada de calidad y comida preparada de segunda fila. Y hace preguntas del tipo: “¿has probado ya el calzone de la marca blanca de Mercadona? Ab-so-lu-ta-men-te fabuloso”.
Pues no he probado todavía el famoso calzone de Mercadona.
Pero sí he viajado, a lomos de orégano y albahaca, a través de las suaves colinas de Nápoles.